La relevancia jurídica del sensus fidei como fuente indirecta de legitimidad normativa
El concepto de sensus
fidei (o sensus fidelium) alude al «sentido sobrenatural de la fe de
todo el pueblo» cristiano, por el cual «la totalidad de los fieles […] no
puede equivocarse cuando cree», manifestando esa prerrogativa en un
consenso universal en materia de fe y costumbres. Este principio, reafirmado
por el Concilio Vaticano II (LG 12), plantea una cuestión jurídica de fondo:
¿puede el sentir de los fieles convertirse en fuente de legitimidad normativa
en la Iglesia? En otras palabras, aunque la autoridad eclesiástica (Papa,
obispos) es la fuente inmediata del derecho canónico positivo, el asentimiento
y la praxis del Pueblo de Dios –guiados por el Espíritu Santo– actuarían como
una fuente indirecta que confiere legitimidad y eficacia a las normas
canónicas. Este ensayo explora esa cuestión desde una perspectiva doctrinal,
normativa y jurisprudencial, con especial atención al Código de Derecho
Canónico de 1983 en comparación con el de 1917. Se examinará la base exegética
de los cánones pertinentes, las aportaciones del Magisterio y de la doctrina
canónica, y la aplicación práctica en la jurisprudencia, especialmente de la
Rota Romana. Asimismo, se analizarán casos concretos en que la Rota ha debido
pronunciarse sobre la eficacia retroactiva de actos administrativos
eclesiásticos inválidos –incluyendo la distinción procesal entre nulidad y
anulabilidad– a fin de ilustrar cómo opera en la práctica la relación entre el sensus
fidei y la legitimidad de las normas. El objetivo es brindar a juristas
canónicos un análisis riguroso que concilie el fundamento teórico con las
soluciones jurisprudenciales, siempre con un enfoque práctico orientado a la salus
animarum, que «ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia» (CIC
1983 c. 1752).
Desarrollo doctrinal y
normativo
El sensus fidei en la
teología y la normativa canónica – Desde la perspectiva
teológica, el sensus fidei es un “instinto espiritual” de la Iglesia
universal por el cual la comunidad de los bautizados reconoce espontáneamente
la auténtica doctrina y praxis de la fe. No se trata de una suerte de
democracia doctrinal, pues presupone la comunión con los pastores y el
Magisterio (LG 12), pero sí supone que «el sentir con la Iglesia (sentire
cum Ecclesia) tiene sentido también en la disciplina», de modo que incluso
las normas legales han de reflejar la lex credendi del Pueblo de Dios.
En el plano jurídico, esto significa que las leyes eclesiásticas obtienen su
plena legitimidad cuando brotan de –o al menos no contradicen– la fe viva y la
caridad operante en la comunidad eclesial. El Código de 1983, heredero de la renovación
conciliar, incorpora esta visión en varios cánones que reconocen explícitamente
la participación de los fieles en la función profética y en la vida de la
Iglesia. Por ejemplo, el c. 212 §2 CIC 1983 reconoce «el derecho de los
fieles a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades […] y sus
deseos», y el §3 añade que «tienen el derecho, y a veces incluso el
deber, […] de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que
pertenece al bien de la Iglesia», manteniendo siempre la integridad de la
fe y la comunión. Esta norma no tenía equivalente expreso en el CIC 1917,
reflejando un cambio eclesiológico importante: el nuevo código valora la receptio
de las normas por parte de la comunidad eclesial y el diálogo entre Pastores y
fieles como parte del proceso normativo.
Costumbre y consentimiento
eclesial – La costumbre jurídica es quizá el terreno donde
tradicionalmente el sensus fidelium ha operado de modo más palpable como
fuente indirecta del derecho. El Código de 1983 define que «tiene fuerza de
ley tan sólo aquella costumbre que, introducida por una comunidad de fieles,
haya sido aprobada por el legislador» (c. 23 CIC). Se subraya así el doble
requisito: origen comunitario de la práctica (el pueblo cristiano que, de algún
modo, expresa su consensus) y aprobación –al menos tácita– por la
autoridad competente. Frente al enfoque clásico marcado por Suárez, que hacía
residir la esencia de la costumbre en la aprobación del legislador, el vigente
Código pone el acento en la communitas fidelium como sujeto activo de
esta fuente normativa. De hecho, «la costumbre es el mejor intérprete de las
leyes» según el c. 27 CIC. Se reconoce que el modo en que el pueblo fiel
vive y aplica una norma aclara su sentido auténtico. El Código de 1917 ya
admitía la costumbre contra legem o praeter legem tras treinta
años de práctica (c. 25 CIC 1917) –salvo prohibición expresa del legislador–,
pero fundaba su validez estrictamente en la tolerancia o consentimiento de la
jerarquía. En cambio, el Código de 1983, si bien mantiene requisitos formales
(razonabilidad, transcurso del tiempo, ausencia de reprobación expresa: c. 24
CIC), evidencia una mayor sensibilidad a la realidad histórica de la Iglesia:
la communis Ecclesiae praxis participa en la creación del derecho. La
jurisprudencia clásica ya intuía esto; Gratiano en el siglo XII compiló la
máxima «Consuetudo est optima legum interpres» y numerosos canonistas
posteriores (p. ej. Juan de Torres) desarrollaron la noción de que el
consentimiento tácito del pueblo de Dios confiere fuerza a las normas humanas
en la Iglesia, en la medida en que expresan el sentir de la comunidad creyente.
Incluso en el ámbito de la interpretación auténtica, Benedicto XVI enseñó que «al
considerar el sentido propio de la ley, es preciso mirar siempre a la realidad
que esa ley disciplina […]. [Las normas] han de interpretarse a la luz de la
realidad regulada», integrando así en la hermenéutica jurídica la conexión
vital con la experiencia eclesial concreta. En suma, la costumbre y la recepción
práctica de las leyes actúan como termómetro del sensus fidei: una norma
ampliamente recibida y vivida por los fieles manifiesta su legitimidad
normativa, mientras que una ley que el Pueblo de Dios encuentra totalmente
extraña o onerosa corre el riesgo de caer en desuso o requerir reforma. Cabe
recordar que el propio CIC 1983 prevé la posibilidad de derogar
costumbres nocivas pero también de tolerar costumbres centenarias o
inmemoriales incluso contra legem (c. 28), lo que refleja un equilibrio entre
la autoridad legislativa y la voz de la tradición viva en la comunidad.
Comparación 1917–1983 y la
cuestión de la legitimidad – El trasfondo eclesiológico de ambos
códigos marca diferencias importantes. El CIC 1917, emanado en una eclesiología
fuertemente jerárquica, concebía la potestad normativa como emanación casi
exclusiva de la jerarquía, con los fieles obligados principalmente a la
obediencia (cfr. CIC 1917 can. 1322). Por el contrario, el CIC 1983, en la
línea de Lumen gentium, destaca la verdadera igualdad en dignidad y
acción de todos los fieles (c. 208 CIC 1983) y promueve estructuras de
participación (consejos pastorales y presbiterales, sínodos diocesanos, etc.)
para integrar la experiencia y el consejo de la comunidad en el gobierno de la
Iglesia. Sin menoscabo del principio jerárquico (c. 212 §1 reafirma el deber de
obediencia en materia de fe y disciplina), el ordenamiento canónico vigente
busca una legitimación consensual: las leyes eclesiales deben emanar de
la autoridad competente y atender al bien común del pueblo de Dios, de
tal modo que “formen una unidad orgánica con la vida de la Iglesia”. Un ejemplo
ilustrativo es la protección que el propio derecho otorga a los derechos
adquiridos y a las costumbres legítimas: el c. 38 CIC establece que «todo
acto administrativo […] carece de efecto en la medida en que lesione un derecho
adquirido de tercero o sea contrario a una ley o a una costumbre aprobada»,
salvo que expresamente se derogue dicha costumbre o derecho en el acto. Esta
cláusula impone a la autoridad el deber de respetar la praxis eclesial
establecida y las situaciones legitimadas por la costumbre, so pena de nulidad
parcial del acto. Vemos aquí cómo la legitimidad normativa de las
decisiones de la autoridad depende indirectamente de su conformidad con el
sentir jurídico comunitario (communis opinio iuris). En palabras de un
comentarista contemporáneo, “la costumbre, concebida en el sensus fidei
del pueblo cristiano, supera los inmovilismos y se presenta, por su realismo,
como la fuente de derecho más apta a las circunstancias concretas de la vida”.
En definitiva, el Código actual integra la voz de los fieles más que nunca: sin
llegar a una “democratización” jurídica impropia, sí exige que las normas
cuenten con la aceptación y la participación responsable de los fieles para
alcanzar su plenitud de vigencia y eficacia en orden al fin supremo de la
Iglesia.
Análisis crítico y
jurisprudencial
El sensus fidei y la
praxis jurisprudencial – La jurisprudencia canónica,
especialmente la rotal, ofrece ejemplos concretos de cómo el sensus fidelium
y la búsqueda del bien de las almas influyen en la aplicación (y, en cierto
modo, en la legitimación) de las normas. Un área clásica es la validez de los
actos realizados sin las debidas condiciones canónicas pero con
apariencia de legitimidad ante la comunidad. Aquí rige el antiquísimo
principio Ecclesia supplet: la Iglesia suple la potestad o facultad que
falta en caso de error común o duda probable (CIC 1983 c. 144
§1). Se trata de un mecanismo por el cual el ordenamiento reconoce el consenso
común en torno a un hecho y evita perjuicios a los fieles por vicios
ocultos de legalidad. Así, si un sacerdote asiste a un matrimonio creyéndose
–tanto él como los contrayentes– legítimamente delegado, pero en realidad
carecía de facultades, la Iglesia suple esa delegación ab origine,
convalidando el matrimonio. La Rota Romana ha aplicado este principio en
numerosas ocasiones. Ya en 1927, una sentencia coram Jullien
declaró válido (suplida la jurisdicción) el matrimonio celebrado por un
capellán militar sin facultad delegada, dado que los contrayentes desconocían
la falta de delegación: se consideró un caso de error común amparado por
el can. 209 CIC 1917. Poco después, en 1937, la Rota (coram Wynen)
razonó que «nihilominus ex communi sententia Auctorum […] in errore communi
[…] canon 209 supplet», equiparando la asistencia al matrimonio a un acto
de potestad en los casos favorables, de modo que aunque “asistentia
matrimonii non sit actus iurisdictionis”, por analogía se aplica la
suplencia de jurisdicción en virtud del error communis. Esta
jurisprudencia de la primera mitad del siglo XX (causas Pompeiana
1941–42, etc.) consolidó la doctrina de que la buena fe y la apariencia pública
de legitimidad en la comunidad salvan muchos actos que de otro modo serían
nulos. Eso sí, la Rota siempre ha matizado cuidadosamente los supuestos: «Ecclesia
supplet el error común, no la ignorancia», sentenció en 1948 el auditor
Brennan. Es decir, la suplencia no cubre la mera ignorantia iuris
individual, sino el error compartido objetivamente por la comunidad o al menos
por la parte interesada de buena fe. Cuando simplemente falta la conciencia del
defecto (ignorantia), sin un hecho externo que induzca a error común, la
Iglesia no suple y el acto es inválido. En suma, la jurisprudencia equilibra la
necesidad de certeza jurídica con la equidad pastoral, reflejando en último
término el sensus eclesial de justicia: se prefiere convalidar un acto
defectuoso si con ello se protege la confianza legítima y el bien de las almas.
Nulidad vs. anulabilidad de
los actos y eficacia retroactiva – Un punto crítico en el
derecho administrativo canónico, también tratado por la Rota y el Tribunal
Supremo de la Signatura Apostólica, es la distinción entre actos nulos de
pleno derecho y actos meramente anulables (rescindibles) por vicio
de legalidad. Un acto nulo carece de eficacia jurídica desde su origen (ipso
iure), mientras que un acto anulable produce efectos hasta que una
autoridad competente lo anula (ex nunc o con efecto retroactivo limitado).
El Código de 1983 ofrece criterios claros al respecto. Por ejemplo, el c. 149
§2 CIC establece que la provisión de un oficio eclesiástico a una persona inidónea
es inválida sólo si la idoneidad faltante se exige ad validitatem
por la norma; en caso contrario, la provisión es válida aunque ilícita, y «puede
rescindirse por decreto de la autoridad competente o por sentencia del tribunal
administrativo». Es decir, la invalidez automática opera únicamente ante
vicios gravísimos señalados por el legislador, mientras que otras infracciones
confieren al acto una anulabilidad que debe hacerse valer mediante el
debido proceso (recurso administrativo o contencioso). La jurisprudencia
canónica ha aplicado este principio en ámbitos variados. Un caso práctico: si
un Obispo emite un decreto de remoción de un párroco sin haber seguido las
formas canónicas esenciales (por ejemplo, sin consultar a los párrocos stable
conforme al c. 1742 §1), podría ser un acto irregular. ¿Es nulo o sólo
anulable? Dependerá de si la norma considera esa consulta como condición de
validez o sólo de licitud. La praxis de la Signatura Apostólica ha señalado
que, cuando la ley no califica expresamente de inválido el acto por omisión de
tal requisito, el acto permanece jurídicamente eficaz mientras no sea impugnado
por el interesado en tiempo oportuno. Esto tiene implicaciones retroactivas: si
el acto luego se anula, idealmente sus efectos quedan ex tunc sin vigor;
pero en protección de terceros y de la estabilidad eclesial, a veces se reconoce
cierto efecto de facto a lo actuado hasta la anulación. La Rota Romana,
en su función principalmente judicial, ha abordado la eficacia retroactiva
sobre todo en materia de matrimonio y órdenes sagradas, donde la nulidad de un
acto (sacramento) tiene consecuencias desde el momento inicial. Por ejemplo, en
causas de nulidad matrimonial, la declaración rotal establece que el matrimonio
fue inválido ab initio, de modo que jurídicamente nunca existió
el vínculo. No obstante, la Iglesia, por equidad, garantiza la legitimidad de
la prole (c. 1137 CIC) pese a la nulidad, uniendo así la firmeza del derecho
con la caritas pastoral. En materia administrativa estricta, un caso
interesante es la sanatio in radice de matrimonios nulos: aquí la
autoridad (p. ej. el Obispo o la Santa Sede) convalida retroactivamente
un matrimonio que fue inválido por algún impedimento o defecto de forma, sin
necesidad de nueva celebración (CIC 1983 c. 1161 §1). La sanatio supone
un acto administrativo ex post que otorga validez jurídica al
consentimiento matrimonial desde su inicio, “sanando en la raíz” el vicio. La
Rota ha tenido que discernir, en algunos casos, si efectivamente se cumplían
los requisitos para que la sanatio fuera válida (por ejemplo,
subsistencia del consentimiento mutuo, permanencia en la vida conyugal, etc.),
pues de lo contrario la convalidación retroactiva no surtiría efecto.
Nuevamente vemos cómo la Iglesia combina el principio de legalidad con la economía
de la salvación: cuando un acto nulo amenaza con causar grave daño pastoral (p.
ej., declarar nulo un matrimonio de muchos años por un defecto subsanable), se
prefiere, si es posible, sanarlo retroactivamente en favor del ius
connubii y de la paz de conciencia de los fieles.
Perspectivas críticas –
De lo anterior se desprende que el sensus fidei opera en el sistema
canónico como un factor de legitimación indirecta pero real. Legitimar no
significa que los fieles “validen” jurídicamente las leyes por mayoría, sino
que las leyes obtienen mayor auctoritas y estabilidad cuando son
asumidas, comprendidas y vividas por el Pueblo de Dios. La historia legislativa
eclesial ofrece ejemplos elocuentes: normas disciplinarias rigurosas que
cayeron en desuso por el cambio de sensibilidad de los fieles (piénsese en ciertas
prohibiciones del Index librorum prohibitorum, observancias
penitenciales excesivas, o la obligación de velo para las mujeres en templos,
que, tras ser ampliamente dejada de observar, fue omitida en el CIC 1983).
Cuando el sensus fidelium indica que una disciplina ya no edifica la fe,
la autoridad suele responder ajustando la norma. Este proceso de aggiornamento
no es cesión al relativismo, sino escucha del Espíritu Santo que habla también
a través de los fieles. En palabras del Papa Francisco, «el sensus fidei
cualifica a todos los bautizados en la dignidad de la función profética de
Cristo […]; es el “olfato” del rebaño para discernir los caminos del Evangelio
en el presente», participación personal y comunitaria inseparable de la
guía del Pastor. No obstante, también es cierto que apelar al sensus fidei
exige prudencia: no toda opinión popular o costumbre equivale al auténtico
sentir de la fe. La Comisión Teológica Internacional puntualizó que el sensus
fidelium exige comunión con la Iglesia, vida de gracia y adhesión al
Magisterio. Por tanto, desviaciones masivas (por ejemplo, prácticas contrarias
al Evangelio aunque sean comunes en cierto lugar) no legitiman norma alguna;
antes bien, urgen una corrección pastoral. La legitimidad normativa indirecta del
sensus fidei actúa correctamente cuando existe una sintonía
profunda entre la fe vivida por los fieles y la norma propuesta por la
autoridad. En esos casos, la norma “prende” en el tejido eclesial y produce
frutos de justicia evangélica.
Síntesis
En el derecho canónico, la auctoritas
formal de las leyes proviene de la potestad sagrada de los legisladores (el
Romano Pontífice, el Colegio de Obispos, los Obispos diocesanos en su ámbito,
etc.). Sin embargo, la legitimidad sustantiva y la eficacia duradera de
esas leyes dependen en gran medida de su consonancia con el sensus fidei
del Pueblo de Dios. El sensus fidelium, lejos de ser un elemento
subversivo, actúa como un principio de verificación eclesial: asegura que la
normativa positiva refleje, al menos indirectamente, la Tradición viva y las
necesidades reales de la comunidad. A través de vías como la costumbre, la
participación consultiva y la recepción de las normas, el sentir de los fieles
contribuye a la evolución del ordenamiento jurídico de la Iglesia, recordando
que ésta es «una realidad a la vez humana y divina» (LG 8) donde la
gracia no anula la naturaleza social, sino que la eleva. La jurisprudencia
canónica, por su parte, ha demostrado un saludable realismo al aplicar las
leyes con mirada pastoral, supliendo defectos cuando la fe del pueblo así lo
aconseja y distinguiendo lo nulo de lo anulable para no
sacrificar la justicia ni la misericordia. En palabras de un rotal del siglo
XX, «la sentencia canónica siempre tiene sólo valor declarativo», pues
el derecho de la Iglesia busca reconocer la verdad ya presente más que imponer
ficciones. La verdad en cuestión es, en definitiva, la verdad del Evangelio
vivido: una norma verdaderamente legítima será aquella que, emanada de la
autoridad, encuentre acogida en la conciencia eclesial común, sirviendo al bien
de las almas. Y si alguna vez autoridad y sensus fidei pareciesen
discrepar, el camino a seguir será el diálogo en comunión, la escucha mutua en
el Espíritu. Como afirmó Benedicto XVI, incluso en la interpretación de las
leyes “el humus mismo de la ley canónica” es la vida de la Iglesia, y «el
sentire cum Ecclesia tiene sentido también en la disciplina», aplicando una
hermenéutica de la renovación en la continuidad de la única Tradición. En suma,
el sensus fidei funge como guardián y alma del derecho canónico: no
fuente formal en sentido técnico, pero sí fuente indirecta de legitimidad
normativa, que orienta el legislador, informa al juez y dispone el corazón
de los fieles a acoger las justas determinaciones de sus Pastores. La
experiencia demuestra que cuando ley y sensus fidei caminan de la mano,
la disciplina de la Iglesia florece en santidad y se convierte en un
instrumento eficaz al servicio de la misión salvífica. Al final, la norma
canónica legítima es aquella que todos –Pastores y fieles– pueden reconocer
como una expresión del Evangelio en la vida de la Iglesia, «para gloria de
Dios y salvación de las almas» (c. 1752).
Referencias
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Jurisprudencia
Rota Romana – Sentencia
coram Jullien, 22 de noviembre de 1927 (Ovetensis).
Rota Romana – Sentencia coram Wynen, 1 de febrero de 1937 (Carthaginensis).
Rota Romana – Sentencia coram Wynen, 30 de julio de 1941 (Cause “Pompeiana”).
Rota Romana – Sentencia coram Grazioli, 30 de julio de 1942 (Cause
“Pompeiana”).
Rota Romana – Sentencia coram Brennan, 21 de febrero de 1948 (Ovetensis).
Rota Romana – Sentencia coram Teodori, 11 de junio de 1949 (Ovetensis).
Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica – Decisión, 8 de junio de 2010
(recurso X vs. Diócesis Y).
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