La naturaleza jurídica de los derechos de los fieles: ¿derechos fundamentales o facultades teológicas?
El Código de Derecho
Canónico de 1983 introduce un elenco inédito de derechos y deberes de los
fieles (cc. 208–223). Esto supuso una novedad histórica en la legislación
eclesiástica, que por primera vez proclamó de forma explícita una “declaración
sin precedentes” de derechos fundamentales del cristiano. Sin embargo, desde su
gestación surgió un intenso debate doctrinal: ¿estas prerrogativas son verdaderos
derechos subjetivos fundamentales dentro del ordenamiento de la Iglesia,
comparables a los derechos constitucionales en el ámbito civil? ¿O más bien se
tratan de facultades de índole teológica, derivadas de la gracia
bautismal, cuya tutela jurídica sería limitada? En otras palabras, se discute
si los fieles gozan de esferas de autonomía jurídica garantizadas por la
Iglesia, o si sus “derechos” son simplemente consecuencias de la dignidad bautismal,
ejercidas siempre bajo la autoridad eclesial.
Este ensayo examina dicha
cuestión desde una perspectiva práctico-jurisprudencial. En la Iglesia
católica –sociedad de estructura jerárquica y teológica– la noción misma de
“derechos fundamentales” ha sido objeto de recelo por algunos autores, quienes
advierten que no se puede hablar de derechos subjetivos en la Iglesia
del mismo modo que en un Estado secular, debido a la ausencia de un régimen de
separación de poderes o “democracia interna”. Otros canonistas, sin embargo,
han sostenido que el Concilio Vaticano II y el CIC 1983 reconocen auténticos
derechos fundamentales del fiel, exigibles en justicia ante los tribunales
eclesiásticos. Para esclarecerlo, analizaremos (a) los fundamentos doctrinales
y normativos de estos derechos en el derecho canónico vigente, (b) la
interpretación crítica a la luz de la jurisprudencia eclesiástica
–especialmente de la Rota Romana y la Signatura Apostólica–
acerca de la tutela efectiva de los derechos de los fieles, incluyendo la
cuestión de la eficacia retroactiva de los actos administrativos inválidos.
Finalmente, ofreceremos conclusiones sobre la naturaleza jurídica de estos
derechos en la Iglesia.
Desarrollo doctrinal y
normativo
La base doctrinal de los
derechos de los fieles se halla en la eclesiología de comunión del Concilio
Vaticano II. El canon 208 CIC consagra el principio conciliar de la igualdad
fundamental de todos los bautizados en la dignidad y en la acción en la
Iglesia (cfr. Lumen gentium 32). Sobre este fundamento teológico, los
cánones 209 a 223 enumeran diversas facultades y obligaciones que corresponden a
todos los fieles cristianos, por el hecho de estar bautizados (in fieri
homines christianos) y formar parte del Pueblo de Dios. Así, se
reconoce, entre otros, el derecho a expresar libremente a los Pastores sus
necesidades y opiniones (c. 212 §§2-3), el derecho a recibir los
sacramentos y la Palabra de Dios de sus pastores (c. 213), la libertad
de culto según el propio rito (c. 214), el derecho de asociación
para fines píos o caritativos (c. 215), el derecho a fundar y dirigir
iniciativas apostólicas (c. 216), el derecho a una educación cristiana
(c. 217), el derecho a la buena fama y a la intimidad (c. 220), y muy especialmente
el derecho a vindicar y defender en juicio los derechos que poseen en la
Iglesia, conforme a la norma del derecho (c. 221 §1), a ser juzgados
equitativamente si son parte en un proceso (c. 221 §2), y a no ser
sancionados sino conforme a ley previa (c. 221 §3). Esta lista refleja una
influencia de la cultura de los derechos humanos en la Iglesia postconciliar,
pero adaptada a la naturaleza jerárquico-sacramental de la sociedad eclesial.
Un elemento central es que
muchos de estos derechos se presentan como derivados del orden teológico
antes que como concesiones jurídicas positivas. Por ejemplo, el c. 212 §2
reconoce el derecho-deber de manifestar a los pastores las propias necesidades
“en razón de la ciencia, competencia y prestigio” de cada fiel, en consonancia
con la corresponsabilidad en la misión de la Iglesia. Del mismo modo, el c. 211
habla del “deber y derecho” de todos los fieles a trabajar en el anuncio
del mensaje evangélico. Esta conjunción de deber y derecho muestra la raíz
teológica: la misión deriva del bautismo (c. 211), pero se le da forma jurídica
para garantizar su ejercicio ordenado. En palabras del canonista Javier
Hervada, “la enumeración y delimitación concreta de los derechos
fundamentales [en la Iglesia] obedece a una construcción conceptual humana, de
modo que cada derecho fundamental tiene un núcleo de derecho divino y una
cierta construcción humana”. Es decir, son realidades fundadas en la
voluntad de Cristo y en la dignidad bautismal (núcleo teológico), positivizadas
después en normas jurídicas canónicas que les dan forma exigible y
limitaciones específicas.
Ahora bien, ¿son estos
derechos verdaderamente “fundamentales”? Para autores como Pedro Lombardía
y Javier Hervada, sí lo son: constituyen un estatuto jurídico fundamental
del cristiano dentro del ordenamiento canónico, análogo al estatuto de
derechos fundamentales de la persona en un orden constitucional estatal.
Lombardía ya en 1969 hablaba de los “derechos públicos subjetivos del fiel”,
subrayando que no provienen de la concesión de la autoridad eclesiástica sino
de la misma incorporación del fiel a la Iglesia por el bautismo. Desde esta
óptica, el legislador de 1983 no “creó” estos derechos, sino que los reconoció
formalmente para que sean garantizados por las autoridades eclesiales. La misma
referencia a “derechos que poseen en la Iglesia” (c. 221 §1) sugiere que
la Iglesia los admite como derechos preexistentes, inherentes al fiel
cristiano, que deben ser tutelados en justicia.
Sin embargo, otros
canonistas han sido más cautos en calificar de “fundamentales” estos derechos,
aduciendo que la estructura de la Iglesia difiere de la civil. Antonio Martínez
Blanco, por ejemplo, cuestiona “¿Son posibles en la Iglesia derechos
fundamentales que el hombre fiel posea por el mero hecho de ser cristiano… que
han de ser garantizados por la sociedad eclesiástica?”, para concluir que “no
es posible hablar en la Iglesia de derechos subjetivos o fundamentales del
fiel… sin la existencia de una democracia en la Iglesia”. Este sector
doctrinal enfatiza que en la Iglesia el poder tiene origen divino, no
popular, y que los fieles no son súbditos con soberanía, por lo cual sus
“derechos” siempre están vinculados a deberes correlativos y al bien común
eclesial (c. 223). Según esta visión, habría que hablar más bien de “facultades
teológicas” o “funciones eclesiales” más que de derechos subjetivos
en sentido estricto. Por ejemplo, el derecho a la participación apostólica (c.
216) no sería una libertad individual irrestricta, sino una facultad ejercida “siempre
bajo el consentimiento de la autoridad competente”; de igual modo, el
derecho a la corrección fraterna o a la opinión (c. 212) se ejercerá “salvando
la integridad de la fe, la reverencia a los pastores y la utilidad común”.
En síntesis, esta postura subraya el carácter relacional y condicionado
de los derechos en la Iglesia, en contraposición a la noción liberal de esferas
de autonomía absolutas.
A pesar de estas diferencias
conceptuales, el Código vigente establece un marco jurídico claro: los fieles tienen
derecho a exigir el respeto de estas prerrogativas y la autoridad tiene
el deber de tutelarlas, regulando su ejercicio solo en atención al bien
común (c. 223 §2). No en vano, San Juan Pablo II recordó que “el proceso
justo es objeto de un derecho de los fieles y, al mismo tiempo, una exigencia
del bien público de la Iglesia”. Con esta afirmación, el Papa ponía de
relieve que la protección de los derechos del fiel no es una concesión
graciosa, sino parte esencial de la justicia en la Iglesia. Veamos cómo este
principio se refleja en la práctica jurisprudencial.
Análisis crítico: praxis
jurisprudencial
En la práctica, la tutela de
los derechos de los fieles ha requerido articular vías procesales efectivas. El
canon 221 §1 garantiza a todo fiel la posibilidad de reclamar y
defender sus derechos en el foro competente. En desarrollo de este derecho
fundamental al debido proceso, la legislación canónica prevé dos cauces: la vía
judicial contenciosa ante tribunales (por ejemplo, en causas
matrimoniales, penales o contencioso-administrativas) y la vía administrativa
mediante recurso jerárquico contra los decretos de la autoridad. La experiencia
muestra que ambos cauces han sido empleados para salvaguardar los derechos del
fiel, aunque con eficacia variable.
En la vía judicial, la
Rota Romana ha jugado un papel clave garantizando el derecho de defensa y un
proceso equitativo (c. 221 §§1-2). La jurisprudencia rotal, especialmente en
causas de nulidad matrimonial, ha insistido en que la violación del derecho
de defensa de una de las partes acarrea la nulidad de la sentencia. Por
ejemplo, si un fiel demandado en un proceso matrimonial no es debidamente
citado o no puede presentar prueba, la Rota no dudará en anular lo actuado por
quebrantar un derecho fundamental. Este énfasis se apoya en la convicción de
que el “proceso justo” forma parte del derecho del fiel y de la esencia
del orden jurídico eclesial. San Juan Pablo II, en su alocución a la Rota de
1989, destacó que el derecho de defensa no es un añadido opcional sino
“exigencia esencial del contradictorio procesal” en la Iglesia. Así, en la
praxis judicial, los derechos procesales (defensa, doble instancia, juez
competente, etc.) son considerados auténticos derechos subjetivos del fiel
acusado o demandado. Vemos aquí cómo un derecho fundamental canónico
–ser escuchado y obtener justicia imparcial– tiene plena tutela: el fiel puede
invocarlo y los tribunales deben garantizarlo ex officio. Numerosas
sentencias rotales del siglo XX y XXI confirman este principio, equiparando la
negación del derecho de defensa a una denegación de justicia corregible en sede
de apelación o mediante querella de nulidad (cfr. c. 1620, 7° CIC).
En la vía
contencioso-administrativa, la situación ha sido más compleja pero
ha evolucionado significativamente en las últimas décadas. Tradicionalmente, el
sistema canónico administrativo permitía al fiel recurrir ante la autoridad
superior (recurso jerárquico, cc. 1737-1739) o en última instancia ante el Supremo
Tribunal de la Signatura Apostólica (c. 1445 §2) para impugnar un decreto
lesivo de sus derechos. Sin embargo, hasta tiempos recientes, la tutela
ofrecida por la Signatura Apostólica era de tipo fundamentalmente anulatorio
(ius rescindens), es decir, se limitaba a declarar la invalidez o
ilegitimidad del acto administrativo, sin abordar plenamente la reparación
del derecho lesionado. Por ejemplo, si un Obispo removía inválidamente a un
párroco sin seguir el procedimiento canónico (cc. 1740-1747), el párroco podía
lograr que la Congregación para el Clero o la Signatura declarase la nulidad de
la remoción. Esa declaración comporta en principio que el acto nunca produjo
efectos jurídicos válidos (eficacia ex tunc), debiendo el fiel
ser reintegrado en su derecho original (en el ejemplo, restituido en la
parroquia con los estipendios adeudados). Este principio –“quod nullum est,
nullum producit effectum”– ha sido reconocido por la doctrina y
jurisprudencia canónicas clásicas. Sin embargo, en la práctica histórica, no
siempre era automático obtener reparaciones materiales o resarcimiento de
daños, debido a la distinción canónica entre “derecho subjetivo” e “interés
legítimo” del administrado. Se solía considerar que el fiel afectado por un
acto inválido tenía derecho a la anulación del acto, pero no
necesariamente a indemnización, ya que su posición jurídica a veces se
calificaba solo como “interés legítimo” frente a la autoridad.
Esa concepción restrictiva
ha ido cambiando en el siglo XXI. La jurisprudencia más reciente de la
Signatura Apostólica tiende a reconocer una tutela más plena de los
derechos del fiel en sede administrativa, incluyendo medidas reparadoras. Un
indicio de ello es la superación del antiguo “dogma de la no
indemnizabilidad” en el contencioso canónico. Según expone Massimo del
Pozzo, tanto la doctrina como las decisiones últimas de la Signatura han
desmontado la idea de que, anulada la actuación ilegítima de la autoridad, el
asunto quedaba concluso sin más. Por el contrario, hoy se admite que el
recurrente puede reclamar el restablecimiento íntegro de su situación jurídica y
la reparación de perjuicios sufridos. Por ejemplo, en casos de remoción
parroquial declarada nula, además de reponer al párroco en oficio, se le
reconoce el derecho a los emolumentos no percibidos durante el periodo de
separación indebida. Del mismo modo, si un laico es privado arbitrariamente de
algún derecho (v.gr. ser admitido a un cargo para el que cumple requisitos
canónicos), la resolución que anula tal denegación puede conllevar la orden de
proveerlo en el cargo o compensarlo adecuadamente. Esto acerca el régimen
canónico al principio de restitutio in integrum. De hecho, el propio
Código permite la restitución en integridad contra actos administrativos
lesivos (c. 1739), remedio que la Signatura ha aplicado en algunos supuestos
para complementar la anulación con providencias equitativas (e.g. suspensión de
efectos, medidas cautelares, etc. pro misero).
Un caso ilustrativo sobre la
eficacia retroactiva de los actos nulos es el relativo a nombramientos
eclesiásticos conflictivos. Imaginemos que un fiel tenía derecho adquirido
a un cargo eclesial (por haber sido nombrado conforme a derecho) y una
autoridad lo destituye mediante decreto inválido por vicio de forma o falta de
causa justa. Si tras el recurso la Signatura declara la nulidad del decreto, la
consecuencia jurídica es que el fiel nunca perdió legítimamente el cargo.
Así lo ha entendido la jurisprudencia: el decreto ilegítimo queda “como no
puesto” (tanquam non existens), de modo que el removido continúa o debe
ser considerado en posesión de su oficio ab initio. Si en el ínterin
otro ocupó ese cargo, su nombramiento es precario al haberse fundado en una
remoción inexistente. La solución debe restituir el orden: reinstalar al
primero y dejar sin efecto el nombramiento del segundo. Estas situaciones han
requerido fina ponderación jurisprudencial para proteger los derechos de ambas
partes en buena fe. Por ejemplo, una decisión de la Signatura Apostólica de
1974 (antes de la codificación de 1983) resolvió un conflicto así, dictaminando
la nulidad ex tunc de un traslado forzoso de párroco y la consiguiente
invalidez del nombramiento de su sucesor. En todo caso, se procura también
salvaguardar el bien de las almas, pudiendo la autoridad luego proveer al
segundo sacerdote en otro destino, pero respetando el derecho del primero.
Conviene señalar otro
aspecto jurisprudencial relevante: la delimitación entre “derechos
subjetivos” vs “intereses legítimos” en el ámbito canónico. A diferencia
del derecho estatal, donde los derechos fundamentales suelen tener tutela
directa en tribunales constitucionales, en el derecho canónico se introdujo la
categoría de interés legítimo para áreas donde la autoridad goza de
discrecionalidad. Por ejemplo, el fiel no tiene un derecho estricto a
ser admitido en el seminario o a obtener un oficio eclesial, sino un interés
legítimo a no ser excluido arbitrariamente. Durante mucho tiempo, la falta de
reconocimiento de un derecho subjetivo pleno implicaba que, si la decisión de
la autoridad era anulada por arbitrariedad, no había lugar a indemnizaciones
por esa expectativa frustrada. Pero la tendencia actual –en línea con la
evolución del derecho administrativo italiano y comparado– es conceder una
protección más efectiva también a esos intereses legítimos, cuando su lesión
comporta un daño cierto. Así, la Sentencia de la Signatura Apostólica de 17 de
marzo de 2011 (Prot. 423/06 CA) marcó un hito al admitir medidas cautelares
amplias en recursos administrativos, incluso ex parte (parciales), para
prevenir daños irreparables al recurrente mientras se resuelve el fondo. Esto
demuestra una sensibilidad creciente por las situaciones concretas de los
fieles, evitando que la mera dilación procesal vacíe sus derechos.
En suma, la jurisprudencia
eclesiástica del siglo XXI tiende a armonizar la dimensión teológica de
los derechos de los fieles con su eficacia jurídica práctica. Se
reconoce que estos derechos no son absolutos –siempre operan dentro del bien
común eclesial y bajo la autoridad (c. 223)–, pero tampoco son ilusorios:
generan verdaderas posiciones jurídicas subjetivas que los fieles pueden
hacer valer. El balance lo resumió el Papa Juan Pablo II: la Iglesia, al
garantizar procesos justos y cauces de recurso, “no reniega de su misión de
caridad, sino que dispone un medio adecuado para la búsqueda de la verdad,
condición de la justicia y de la verdadera paz”. En otras palabras, la
tutela jurídica de los derechos de los fieles es parte integral de la misión
pastoral de la Iglesia, no un añadido secular.
Síntesis
A la luz de lo expuesto,
podemos concluir que los derechos de los fieles en la Iglesia tienen una naturaleza
jurídica peculiar, a la vez teológica y fundamental. No son simples
“privilegios” concedidos graciosamente ni meras facultades teológicas
sin protección legal; son auténticos derechos subjetivos de base divina
y configuración canónica. Su fundamentación última proviene de la
dignidad bautismal y de la constitución divina de la Iglesia (voluntad de
Cristo de que los fieles participen activamente en la vida eclesial). Pero esa
raíz teológica se formaliza en normas positivas –principalmente en el
CIC de 1983– que les otorgan carta de ciudadanía en el ordenamiento jurídico de
la Iglesia. En este sentido, pueden llamarse “derechos fundamentales del
fiel”, en cuanto inherentes a su condición de cristiano y reconocidos por
el legislador supremo como elementales para la justicia eclesial.
Ahora bien, su ejercicio y
garantía presentan particularidades: a diferencia de los derechos fundamentales
estatales, aquí no existe un tribunal constitucional externo al legislador, ni
un sistema de contrapoderes políticos. La garantía última recae en la propia
estructura jerárquica y en la responsabilidad pastoral de los pastores. Por
eso, la Iglesia enfatiza que tales derechos se ejercen “dentro de la
comunión eclesial” y pueden ser regulados por la autoridad en orden al bien
común (c. 223). Lejos de vaciar su contenido, esta regulación busca armonizar
derechos con deberes y con la misión santificadora de la Iglesia.
La praxis jurisprudencial
reciente confirma que los derechos de los fieles no son retórica, sino
exigencias operativas. Los fieles pueden –y deben– recurrir a la justicia
eclesiástica cuando consideren vulnerados sus derechos a la legítima defensa, a
no ser sancionados injustamente, a asociarse, a recibir los medios de
salvación, etc. Los tribunales de la Iglesia, tanto la Rota como la Signatura,
han asumido cada vez más esta defensa: anulan actos abusivos, restablecen
situaciones jurídicas y en general tutelan los derechos del Christifidelis.
Esto supone que, si bien en la Iglesia no hay “ciudadanos” frente a un Estado,
sí hay fieles sujetos de derecho frente a la autoridad eclesiástica, con
garantías reconocidas.
En conclusión, los derechos
de los fieles en la Iglesia católica son derechos fundamentales en sentido
canónico, aunque su fundamentación y ejercicio estén profundamente
entrelazados con elementos teológicos. No podemos reducirlos a facultades
teológicas sin consecuencia jurídica, pues el propio legislador universal
los ha positivizado dotándolos de justiciabilidad (cfr. c. 221). Tampoco
conviene equipararlos sin más a los derechos fundamentales liberales, ya que en
la Iglesia su finalidad última es el salus animarum y su sujeto es una
comunidad de salvación, no meramente política. Son, por así decir, derechos
de naturaleza teológica garantizados jurídicamente. Esta naturaleza dual es
reflejo de la esencia del derecho canónico, en el que Iglesia y ordenamiento
jurídico se compenetran: la Iglesia, “sociedad mistérica”, reconoce
en sus fieles una verdadera titularidad jurídica, a la vez que pide ejercerla
en la caridad y la comunión. Como señalaba Hervada, el derecho de la Iglesia ha
pasado de concebirse solo como “disciplina y autoridad” a incorporar una
genuina dimensión de “libertad y derechos” fundada en el Evangelio. En
definitiva, los derechos de los fieles son un puente entre teología y derecho:
fundamentales por su origen divino y eficacia humana, y orientados siempre a la
edificación co-responsable del Cuerpo de Cristo (c. 208).
Referencias
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